Textos: César Chaman Alarcon
Ilustración:
D. Zavala y T. Piqué
Para alertarnos sobre la gravedad del problema de las drogas, los expertos de la lucha antinarcóticos se relacionan con la prensa por medio de cifras: 10 mil hectáreas de coca erradicadas en un año, 30 mil kilogramos de PBC incinerados en una semana, 49 millones de dólares en exportación de cultivos alternativos. El dato numérico impacta y, con un enfoque distinto, sirve para mostrar también la dimensión de un drama quizás mayor, que se pone en escena en el vecindario, en los colegios y en el propio seno de la familia. De cada cien drogadictos que inician un programa de rehabilitación, sólo 25 logran recuperarse defi nitivamente. Pese a los esfuerzos de psicólogos, psiquiatras, enfermeras, promotores y pastores espirituales, los otros 75 recaen una y otra vez, hasta perderse en el laberinto de una enfermedad poco entendida.
Si un año de atención especializada para un adicto cuesta 2 mil 500 dólares, en
los cinco años que puede tardar su recuperación completa se invierten 12 mil 500 dólares. En cifras redondas, lanzarles un salvavidas a los 200 mil consumidores de droga que existen en el país demandaría una inversión de 2,500 millones de dólares. Pero como la efi cacia de la recuperación es de sólo 25 por ciento, en ese intento se perderían 1,875 millones de dólares, casi el doble de lo que cuesta habilitar la carretera Interoceánica del Sur. En teoría, un consumidor en crisis debería tener la oportunidad de presentarse en un hospital y pedir que lo ayuden a desintoxicarse, con internamiento incluido. Pero el sistema de salud pública cuenta apenas con 300 camas para atender estos casos. Más preocupante que la escasa disponibilidad de camas hospitalarias es que muchas regiones simplemente no tienen profesionales entrenados para intervenir frente al problema de la adicción. La mayoría de ellos está concentrada en Lima, sin empleo especializado.
PUNTO CRÍTICO
“Alcanzar la abstinencia es lo menos difícil en el tratamiento de un adicto”, explica Eduardo Haro Estabridis, gerente de Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas de la Comisión Nacional de Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida). “Lo más complicado es lograr su reinserción social”, asegura, en función de su experiencia profesional como psicólogo.
Años atrás, mientras dirigía un centro particular de recuperación, Haro monitoreó el caso de un adicto que grafi ca muy bien esta situación. El paciente había dejado de consumir por casi dos años, cumplía con el esquema de deshabituación y, con la autoestima aparentemente recuperada, estaba listo para que se le diera de alta. Una mañana salió del centro y nadie supo de él hasta dos días después, cuando sus familiares lo reportaron en estado de shock por sobredosis. La historia es más que conocida. “Los programas de rehabilitación tienen que combinar abstinencia con resocialización”, explica Eduardo Haro. “Como parte de su recuperación, el adicto debe aprender a ganarse la vida con su trabajo y no con la caridad de la gente.”
Allí está lo más difícil –añade–; por ello, muchos adictos terminan confesando que prefieren seguir como “drogos” porque no se sienten en capacidad de afrontar la realidad y, menos aún, soportar el peso de ver lo que han hecho con sus vidas.
ESTRATEGIA Y ALIADOS
¿Hay salida, qué puede hacer la sociedad frente a un panorama tan complejo? La propuesta de Devida pone énfasis en tres aspectos. Primero, desarrollar y fortalecer los programas de prevención del consumo de drogas en los colegios, en alianza con el Ministerio de Educación.
Segundo, potenciar la intervención comunitaria en este problema.- Adicción mas que convoca a adolescentes, padres de familia y comunidad, en coordinación con los municipios y los gobiernos regionales.
Y tercero, mejorar los programas de tratamiento ambulatorio en los hospitales
generales del Estado, en un trabajo conjunto con el Ministerio de Salud.
De acuerdo con un estudio reciente de Devida, el 9 por ciento de los escolares
de secundaria ha consumido alguna droga ilícita al menos una vez en su vida. Y el 32 por ciento está dispuesto a probarla si alguien se la ofreciera.
La paradoja de este infortunio podría plantearse también en términos monetarios: para ingresar al mundo de las drogas bastaría con un nuevo sol –el precio de un “kete” de pasta básica de cocaína–. Para salir de allí, ninguna billetera puede garantizar resultados.
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