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La construcción de la unión continental, más allá de las intenciones
Un futuro por trazar


l Es un lugar común pensar que el pasado hermana a los países latinoamericanos y, en específico, a los de Sudamérica. Sin embargo, aparte de la obvia cercanía geográfica, de una experiencia compartida de la colonización o de algunos discursos políticos inclusivos, como el de Simón Bolívar, la experiencia cultural de los países de Sudamérica ha tendido más a la diferenciación y la distancia que a la cercanía. En el plano político, esta distancia se expresa en los no pocos conflictos territoriales que nuestros países han mantenido y en las siempre discursivas propuestas de integración que nunca pasaron de las buenas intenciones.
Con vista a una integración, nuestro pasado se muestra crítico. A partir del hecho de la Conquista, y su posterior administración colonial, el terreno americano fue poco propicio para establecer lazos de hermandad. Es más, la primera rivalidad surgida entre Francisco Pizarro y Diego de Almagro, que terminó en una guerra civil entre los bandos de uno y otro, y en la posterior imposición de una autoridad virreinal, supuso una escisión en lo que sería el virreinato del Perú. Esta primera administración establecida en 1542 por orden real, y que recibió en Lima en 1544 a Blasco Núñez de Vela en calidad de su primer virrey, por cierto asesinado por los hombres de Gonzalo Pizarro, comprendió durante más de un siglo todo el territorio de Sudamérica, excepto el Brasil portugués, las Guayanas y la costa del Caribe, en Venezuela. Hay que señalar que si bien la sede estaba en Lima, las gobernaciones de Chile, Panamá y Río de la Plata siempre tuvieron relaciones tensas con la administración central, facilitadas un poco por la autonomía política que el rey les había otorgado.
En el siglo XVIII, esta gran administración se redujo, y a sus expensas se originaron dos virreinatos más: antecedentes burocráticos de las nuevos países que surgieron posteriormente con la Independencia. A saber, los virreinatos de Nueva Granada (1717) y del Río de la Plata (1776).
Después de la Independencia, el tema para los nuevos países sudamericanos fue más interno que externo. La formación de los Estados nacionales fue ante todo un esfuerzo por mirarse el ombligo con miras a establecer las propias potencialidades. La América, pensada desde su condición espiritual, como nos lo ha presentado el uruguayo José Enrique Rodó y los diversos ensayistas que a su amparo surgieron, apunta a señalar un fondo de posibilidad para construir el propio futuro nacional. Este discurso de finales del siglo XIX, y desarrollado durante el XX, nos habló de una cultura común, de un pasado glorioso del cual partiría el futuro particular de los Estados nacionales, no el futuro sudamericano.

Barreras y desafíos. El tema de un futuro sudamericano común es nuevo y, sin embargo, necesario. Responde a las exigencias de una época signada por los mercados mundiales, en el que se ha debilitado la acción de los Estados nacionales que pretendían asegurar el futuro de sus ciudadanos. Para nadie resulta un secreto que un movimiento en falso de alguno de los principales mercados bursátiles puede significar la ruina de algún tipo de actividad comercial en todos los países. Las barreras nacionales, en consecuencia, son un tema para la nostalgia y ya no una presencia real.
Pero postular una Comunidad Sudamericana denuncia también otra cuestión de fondo: de manera solitaria, nuestros Estados nacionales no han logrado representar y trabajar de manera cabal por la totalidad de sus poblaciones. En otras palabras, en casi dos siglos, los Estados nacionales que surgieron después de la Independencia han fracasado como entidades para permitir el desarrollo de sus pueblos. Para hablar del caso peruano, podemos remitirnos a un documento actual, el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que nos habla de un país de ciudadanos de primera y segunda clases y donde estos últimos no han logrado ser incluidos por el Estado en ninguna estructura de futuro. Este problema, el de la exclusión y las brechas sociales de desigualdad, es, por tanto, un desafío para cualquier política de integración que se quiera plantear a partir de ahora.
Tal vez esa experiencia fatal de nuestro pasado se registra mejor que nada en nuestras representaciones culturales. Es el caso de Facundo del argentino Domingo Faustino Sarmiento, libro fundador de una tradición que tiene por tema el poder y la violencia. La escritura sobre el dictador y los efectos de su violencia en los pueblos latinoamericanos es algo que lamentablemente hermana de modo negativo, pero que a la vez genera una memoria común de la cual puede surgir alguna iniciativa integradora. El señor presidente de Miguel Ángel Asturias o La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa -ambos textos en los extremos de esta tradición en el siglo pasado- son escenarios de reflexión, donde podemos interrogar mejor nuestras cercanías.
Habrá que pensar mucho y quizá negociar considerablemente, para construir una comunidad que no se haga de espaldas a los millones de ciudadanos sudamericanos que tienen en este acuerdo su primera oportunidad del siglo XXI. Por primera vez, como nos precisa el ensayista mexicano Carlos Monsiváis en un artículo aparecido en el número 32 de la revista Cuestión de Estado, existen condiciones culturales y sociales para que esta iniciativa sea un éxito: "La globalización distribuye información al instante, criterios de evaluación social y dictámenes del poder adquisitivo; la globalización, también, es la resistencia a la invasión de Iraq, al ecocidio y a la desigualdad que destruye las esperanzas y las posibilidades de desarrollo de la mayoría en cada generación. Por eso y de modo inesperado o a contrario sensu, el neoliberalismo ha revelado una América Latina ya no sólo cohesionada por las razones clásicas: el idioma, la religión mayoritaria, las tradiciones culturales y republicanas compartidas, sino por el papel central de la pobreza y la miseria, antes apenas entrevistos en el examen de realidades. No se esperaba que los desposeídos resultaran un elemento de unificación tan vigoroso ni que la lucha por sus derechos movilizase con tal enjundia. Pero al cabo de tragedias, batallas culturales, y -lo básico- defensa de los derechos humanos y exigencias de justicia, ya se puede hablar de latinoamericanos, la especie novedosa".


"Tenemos que impulsar una plena integración. La integración
no es por la moda de la globalización.
Es cuestión de vida o muerte."
Hugo Chávez, presidente de Venezuela


"La criatura dijo sus primeras palabras. Fueron las últimas. De los invitados al bautismo, solamente cuatro llegaron a Panamá, y en vez de bautismo hubo extremaunción. El dolor, dolor de padre, encoge la cara de Bolívar. Las piedades y condolencias le suenan a hueco. Doblan las campanas por la unidad de Hispanoamérica. Bolívar había convocado a las nuevas patrias a unirse, bajo el amparo inglés, en una sola patria. No invitó a Estados Unidos ni a Haití por ser extranjeros a nuestros arreglos americanos, pero quiso que el Reino Unido integrara la liga hispanoamericana, para defenderla del peligro de la reconquista española. Ningún interés tiene Londres en la unidad de sus nuevos dominios. El congreso de Panamá no ha parido más que edificantes declaraciones, porque los viejos virreinatos han parido países atados al nuevo imperio de ultramar y divorciados entre sí. La economía colonial, minas y plantaciones, produciendo para afuera; ciudades que prefieren el bazar a la fábrica; no abre paso a una gran nación, sino a un gran archipiélago. Los países independientes se están desintegrando, mientras Bolívar sueña con la patria grande."
Eduardo Galeano. "Ventana sobre Bolívar. El congreso de Panamá". El País Semanal, 24.7.1983.


Reflexiones sobre la Comunidad Sudamericana


José Antonio Mazzotti
Crítico literario y profesor de estudios latinoamericanos en la Universidad de Harvard

La integración depende mucho de que los sectores dominantes, en cada uno de nuestros países, entiendan que no hay mejor manera de servir a su patria que prestando atención a las urgencias de su población. Si esta Comunidad Sudamericana de Naciones flexibiliza nuestras (arbitrarias) fronteras políticas sin caer en el caos de una migración masiva hacia los países relativamente más desarrollados en el área, y a la vez amaina algunos problemas básicos de nuestros deteriorados Estados nacionales (control de la inversión extranjera, fuga de capitales, corrupción, narcotráfico), entonces quizá estaríamos ante el primer paso del sueño mayor de Bolívar. Debe haber mucho respeto, eso sí, a las comunidades indígenas.


Miguel Gomes
Profesor de literatura latinomericana en la Universidad de Conecticut Storrs

La idea de una integración ya no hispanoamericana, sino latinoamericana en Sudamérica es una nueva versión, corregida y ampliada, del proyecto ilustrado que Francisco de Miranda concibió al imaginar, mucho antes de 1810, un continente unido bajo el nombre de "Colombia". Bolívar quiso poner en práctica ese sueño, con los resultados trágicos que todos conocemos, y cuyas razones no deberíamos olvidar: la acción desintegradora de caudillismos regionalistas y oligarquías de raíz virreinal que se sintieron, muy explicablemente, amenazadas. Que ahora el móvil de la unidad parezca esencialmente económico me parece de un realismo saludable, porque sólo ese móvil ha sido efectivo en un caso complejo como el europeo. Pero ojalá que ese realismo no haga perder nunca de vista que los latinoamericanos somos capaces de otro tipo de discursos, aún tocados por el fervor que en principio estimuló, pese a las limitaciones de su tiempo, a los Miranda y los Bolívar.

Mirko Lauer
Analista político y especialista en temas relacionados con el indigenismo

La integración sí es posible, pero difícil. Primero algunos de los países mismos tendrían que terminar de hacerse comunidades, lo cual necesariamente supondrá un esquema de afiliación gradual. No descartemos que el mapa político sudamericano tenga que ser redibujado por algunas zonas en el proceso. La Europa de 1945 era, con todo, muchísimo más igualitaria en todo sentido que la Sudamérica del comienzo del siglo XXI. Me pregunto si condición colonial y unificación supranacional pueden ir realmente juntas.

Julio Ortega
Profesor de literatura latinoamericana y director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Brown

Yo creo que esta comunidad, además de su raigambre histórica, tiene la oportunidad de cristalizar nuestra vocación de futuro. Ésta es una ocasión propicia para definir una agenda de constitución concreta. Lo primero es evitar la retórica, de la que estamos todos fatigados, y empezar con lo mejor que tenemos, con las organizaciones de fiscalización y promoción democrática y social, con aquellas que enfrentan la pobreza, cautelan los derechos humanos, y dan cuenta del tejido más humano de nuestras sociedades abrumadas por la desigualdad y la violencia. Y seguir, de inmediato, con las iniciativas de intercambio cultural, porque nuestras Américas tienen en la cultura la plaza pública de sus hablas comunes. Esta comunidad tendría que ser un verdadero taller de diálogo creativo y crítico. Los acuerdos económicos y políticos, para ser serios, requieren de esa red resistente de los derechos y la imaginación.


 

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"La Comunidad Sudamericana es la última respuesta que ha dado la región en su búsqueda de crear nuevos paradigmas de integración y que no es un fenómeno excluyente del Área de Libre Comercio de las Américas, sino complementario."

Gastón Lasarte, director general para
Asuntos Económicos de la Cancillería uruguaya




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