Danza
y se divierte en un campo de fútbol pensando principalmente en su
madre. Allí, en un rectángulo verde, abandona su carácter
tímido, parco y hasta reservado, y muta a un ser capaz de emocionar
a cualquier mortal con las acrobacias que dibujan sus piernas coronadas por
un balón. Lo llaman la “Foquita”, pero su nombre es Jefferson
Agustín Farfán Guadalupe. Algún día desea llegar
a la cima del balompié mundial, sin embargo, por ahora es el mejor
futbolista peruano en el extranjero.
Abandonado por su padre, vivió en el sector 2 de Villa El Salvador,
y
siempre pretendió ganarse la vida con la pelota en los pies. Tuvo
suerte y evadió a la pobreza y sus aliados, gracias a Rosario Guadalupe,
su progenitora, quien ante la adversidad sembrada por el destino se sublevó
y apeló al ingenio.
Rosario hizo virtualmente de todo para convertir a su muchacho en un hombre
de bien. Sin embargo, encontró en el baile la forma de abrirse paso
en la vida. Más de mil madrugadas, desparramando alegría y
cadencia en las peñas más variopintas de la capital, lo pueden
confirmar. Fue en esa geografía donde Jefferson modeló su futuro.
Mientras mamá danzaba para ganarse unos soles, él aprendió
el duro arte de doblegar a la pobreza con la habilidad concentrada
en sus piernas.
Infante peculiar, de esos que no necesitan poseer una personalidad
carismática para llamar la curiosidad ajena, pasó de los escenarios,
donde actuaba su madre, a una cancha de fútbol sin escalas intermedias.
Su punto de quiebre fue cuando conoció a Oscar Montalvo, cazatalentos
de Deportivo Municipal, en una prueba a la que llegó cuando el reino
futbolero de su barrio le quedaba angosto. Contaba en ese entonces con apenas
siete años.
Entonces, nació la “Foquita”. Un romperredes letal, muy
letal. Capaz de jugar con el pie herido, quebrando al dolor, de tomar la
pelota en su propia cancha y llevarla hasta la meta ajena para convertirla
en gol, después de bailotear e hipnotizar a todos sus rivales. Sinónimo
de terror y pánico hasta para la defensa más ruda y avasalladora.
Después de convertirse en la estrella de las divisiones menores del
cuadro de la comuna, cuando frisaba los 14 años, Farfán partió
a La Victoria en una transferencia por la que Alianza Lima desembolsó
10 mil dólares. Desde su llegada a Matute, avisó que no iba
a ser un íntimo más. Sólo le bastaron dos años
para su promoción al plantel profesional: se estrenó en la
primera división, cosechó su primer título en mayores
y se erigió en habitual figura de los combinados
patrios juveniles.
Pasaron ya cuatro años de esa irrupción y la “Foquita”
no deja de
sorprender. Su presente lo tiene encumbrado como la insignia del
balompié de este punto del globo terráqueo. Engranaje trascendental
del rompecabezas bicolor de Paulo Autuori, recorre los primeros
tramos de su experiencia internacional en la tienda del PSV Eindhoven, después
de que una veintena de equipos del orbe se lo disputara a punta de chequeras
desenvainadas, tras quedar maravillados con sus prolijas actuaciones arropado
de azul y blanco. Su fichaje, por el que el equipo holandés pagó
dos millones de euros en julio pasado, se eleva día a día con
sus presentaciones
en la Champions League y el torneo tulipán.
¿Qué hizo de este ser humano, que danza y se divierte en un
campo
de fútbol, un personaje de éxito? Jefferson responde: “Siempre
tuve
deseos de escapar de la pobreza. Miraba a mi madre cómo trabajaba
día y noche para que no me faltara nada y eso aumentaba mis ganas
de salir adelante. Un buen día le prometí que algún
día ya no tendría
que trabajar más y creo que cumplí. Era cuestión de
trabajar y nunca ser conformista.”
Él puede estar tranquilo. Es el héroe de Rosario Guadalupe.
Un hijo ejemplar. El que no dudó ni un instante en gastar la mitad
de su sueldo anual, un cuarto de millón de dólares, para cumplir
el sueño de la casa propia que tanto anhelaba su madre. El danzarín
de Villa El Salvador, el que muere por comer una carapulcra chinchana y soporta
el frío lejos de los suyos, el que gambetea
por y para su madre.