De
pronto, ya no pudo caminar. Apenas había acabado el primer año
de secundaria, cuando la enfermedad apareció. Un padecimiento denominado
osteomielitis lo obligó a dejar el colegio y a estudiar en su casa.
Su mal duró seis interminables años. Vivía casi inmóvil
en su morada de Barranco y a veces se desplazaba con suma lentitud en su
silla de ruedas.
Fue entonces que Gustavo Gutiérrez empezó a leer sin parar.
No dejó
que su mal lo desanimara. Sin embargo, sus horas de reflexión giraban
de manera irremediable en el significado del sufrimiento. Un sufrimiento
que estuvo compensado por el apoyo familiar y amical. Una amistad entrañable
como la de Juan Gonzalo Rose, su compañero en el colegio nacional
José María Eguren, convertido después en inexorable
poeta. Un vate solitario, escéptico, marginal, que años más
tarde se haría comunista.
Gustavo Gutiérrez es un sacerdote simple y sereno. Es un maestro errante,
autor de numerosos libros. Su obra más conocida es La teología
de la liberación, cuyos fundamentos son motores de acción de
muchísimos religiosos en América Latina.
Tras publicar este libro, en 1971, lo llamaron al orden y algunos le
acusaron de marxista. Gutiérrez nunca pensó que el comunismo
podía
ser una solución para lograr un mundo con menos desigualdad y
pobreza, pero tampoco estaba de acuerdo con una sociedad injusta.
Para él, Marx, aquel judío prusiano convertido en gentleman
inglés de
clase media, aquel abnegado padre de familia que dejó embarazada a
su criada, aquel hijo pródigo al que su madre le dijo: “habría
preferido que hubieras reunido un capital, en lugar de escribir sobre él”,
nunca fue enemigo de Dios porque sencillamente Él no es enemigo de
nadie.
El
año pasado, el padre Gutiérrez ganó el Premio Príncipe
de Asturias
de Comunicación y Humanidades por su preocupación por los sectores
más desfavorecidos. El monto de éste –29 mil 107 dólares–
lo donó a la Unión de Egresadas Dominicanas Mercedarias, para
la construcción y remodelación de distintas obras de dicha
institución que se dedica a trabajar por la dignificación y
promoción de la mujer ayacuchana.
Él sólo busca hablar, con una voz algo moderada por el paso
del tiempo, del escándalo de la pobreza: “Cuantas veces se ha
arraigado, en algunos sectores populares, que la pobreza es algo así
como un hecho natural, casi una fatalidad. Un destino y no, como lo que es,
en verdad, una condición creada por manos humanas y, por tanto, susceptible
de ser cambiada.”
Sin embargo, las opciones que esta teología propugna han encontrado
hostilidad en ciertos sectores políticos y militares de América
Latina. Fue el caso del asesinato del monseñor Arnulfo Romero, un
religioso salvadoreño que pidió al gobierno de su país
que cesara lo que él denominaba “represión contra el
campesinado”.
“... Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación
como pastor de un pueblo oprimido y humillado...”, repetía.
Un domingo de palmas, en marzo de 1980, monseñor Romero pronunció
una homilía de fuego: había hecho un llamado a los soldados
a rehusarse a obedecer una orden que les impusiera asesinar a sus hermanos
campesinos. Al día siguiente, a las 18.30 horas, caía asesinado
por un francotirador. Se trató un solo disparo. Directo al corazón.
Cuando Gustavo Gutiérrez cumplió 18 años, fue intervenido
quirúrgicamente y pudo andar. Desde entonces no ha parado de trajinar
por el camino de la justicia. Ingresó a la difícil Facultad
de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 1947. En 1948
y 1949 estudió letras en la Universidad Católica. Cursó
filosofía en la Universidad de Lovaina (Bélgica), entre 1951
y 1955.
En esa misma casa de estudios siguió psicología. Entre 1955
y 1959 se trasladó a Lyon (Francia), para estudiar y doctorarse en
teología. Sin descansar, marchó a Roma, a la Universidad Gregoriana.
Y así siguió haciendo, imparable, lo que no pudo llevar a cabo
durante seis años: caminar. Y es precisamente en ese camino de la
vida que logró, con mucha paciencia, que su entrañable amigo
Juan Gonzalo
Rose –su compañero de colegio; el inexorable poeta solitario,
escéptico y marginal– volviera a acercarse milagrosamente al
cristianismo.